Subida al Monasterio

La tarde de nuestro segundo día en Petra fue para el Monasterio, por descontado la excursión más popular de Petra y que conviene realizar por la tarde; por suavizar el calor del camino y, sobre todo, por llegar a Ad Deir, que así se llama, con una luz directa, cálida e intensa. Una luz tremenda que el Monasterio reflejará para desbordar su propia majestad y empequeñecer a quienes comparecen ante él, rendidos ante su grandeza y también por los 800 peldaños que les separan de la planicie de Petra.

Burros desde el Basin

La ascensión se inicia en la zona del Basin, en el extremo más opuesto del recorrido principal de Petra. Para ésta no os damos ni consejos ni indicaciones porque no tiene pérdida y son muchos los visitantes del recinto que se anima a subir a pesar de la amenaza de una ascensión fuerte, toda en escalera irregular, con peldaños desiguales que contribuyen a castigar todavía más los gemelos y las rodillas, sin duda, los grandes perjudicados de la decisión de subir.

Para socorrer a los que no se ven con ánimos acuden serviciales los beduinos con sus rucios. No diré que no sean una alternativa, pero nosotros no contábamos con ella a priori y desde luego no nos sedujo una vez allí: los continuos resbalones de los animales por aquella ascensión empedrada entre caídas abismales nos encogieron el corazón en varias ocasiones ¡y no estábamos encima del animal! Lo que no vimos en ningún momento fue el maltrato hacia los animales que otros viajeros han denunciado.

El caso es que ni Mercè ni yo nos lo planteamos siquiera, y mucho menos nuestros hijos, con piernas y pulmones bastante menos perjudicados que los nuestros y sin esos kilazos de más que nos acompañaron camino arriba para machacar un poco más a nuestras articulaciones. La ascensión es tan durilla como os podéis imaginar, pero no más; hacerla sin prisas es el mejor consejo, para realizar tantas paradas como requieras, para disfrutar del Monasterio a tope una vez arriba, para descansar antes del descenso y para hacer éste sin premura, porque en verdad castiga tanto como la subida, aunque sea más sibilino.

Un camino saturado

De las tres excursiones que realizamos, la del Monasterio es la que menos permite disfrutar del camino: porque es la más concurrida, porque posiblemente sea la que ofrece menos parajes espectaculares -aunque alguno hay-, porque cuesta separar los ojos del siguiente peldaño, porque el trasiego de los burros obliga a continuas paradas para cederles el paso y porque está repleta de tenderetes de beduinos que, aquí sí, te hostigan un poco para intentar arrancar algún Jordan Dinar.

Por todo ello, y por la incertidumbre propia de todos los trayectos de ida, es continua la interpelación a quienes descienden: "¿falta mucho?" La respuesta va variando --"bastante", "poco", "muy poco", "ya casi estáis"-- dependiendo del punto en el que estás, pero pocas veces acaba de una manera que no sea "merece la pena".

Merece la pena

Y es que la merece. Vaya si la merece. Solemne, enorme, tallado en un inhóspito roquedal, el Monasterio se muestra sin embargo cercano, ligero y armonioso. Todo a la vez, sin contradicciones. Sensación de plenitud.

Nosotros gastamos mucho rato frente al monumento, haciendo fotos de todas las maneras posibles, tirando de panorámica, de modo selfie, de retardado. No nos cansamos de disparar mientras Raúl (todavía le sobraba energía; bendita juventud) siguió un breve recorrido hacia un mirador elevado que nos recomendó con fervor, pero mis piernas llevaban en ese momento del día unos 1.500 escalones de subida, unos 600 de descenso y me quedaban por delante otros 800. Total, casi tres mil razones para declinar cualquier esfuerzo adicional.

Muchas mesas, buen surtido de bebidas, algunas cosillas para comer y abundante sombra se alían con la hipnótica imagen de Ad Deir para dilatar el tiempo en el chiringuito que hay frente al templo, una parte del cual toma el espacio de una cueva natural. Otro lugar al que regresar.